Época: cultura XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Religión y religiosidad
Siguientes:
El jansenismo
Supresión de los jesuitas
Catolicismo e individualidad
Actos comunitarios

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Los ataques de la Ilustración no fueron los únicos a los que tuvo que hacer frente la Iglesia católica en sus territorios; además hubo de soportar el de los déspotas ilustrados y el desafío de la división interna. Nacieron así tres temas característicos de la historia europea durante la centuria: regalismo, jansenismo y disolución de los jesuitas.
Las relaciones Iglesia/Estado en el siglo XVIII puede decirse que fueron las de dos poderes temporales, con características universalizadoras, que mutuamente se necesitan para existir, pero que pugnan por un tema de supremacía. Ello dará origen a múltiples tensiones en las que los aspectos doctrinales nunca están presentes, al contrario de lo que hemos visto sucedía en los movimientos del apartado anterior. Tal ausencia es importante subrayarla, pues nos permite comprender por qué, en la mayor parte de los casos, la religiosidad personal de los reyes no es óbice para que decreten o refrenden medidas que pueden llegar hasta la suspensión temporal de la obediencia a Roma.

La idea medieval de la sociedad civil al servicio de los fines de la sociedad religiosa no sólo quedaba lejana, sino que la inversión producida en sus términos hace que ahora el tema central, origen de las fricciones, sea el control del Estado sobre la Iglesia dentro de sus territorios. En realidad, la cuestión no era nueva; tampoco los derechos concretos reivindicados por las autoridades laicas. Las novedades hay que buscarlas en la forma en que se plantean, determinadas por la naturaleza de la Monarquía ilustrada, y los apoyos que reciben sus promotores. Cuentan a su favor con la debilidad del Papado durante el período y las reacciones nacionales adversas que provoca el creciente desprestigio de la curia romana. Desprestigio que será elemento decisivo en la cooperación que gran parte del clero ofrece a los reformadores en este terreno. También juegan a su favor: la secularización ideológica que promueve el pensamiento ilustrado y la difusión de escritos defendiendo su postura no sólo con argumentos filosóficos sino también, con otros tradicionales eclesiásticos. En estas obras encontrarán los monarcas el apoyo teórico que precisaban para justificar unas medidas dictadas más por razones de oportunidad política. Tal sucede con De status ecclesiae et legítima potestate romani pontificis, aparecida en 1763 y que para algunos es un trasunto de la política anticlerical desarrollada por el canciller austríaco Kaunitz. Su autor fue el coadjutor del obispo de Tréveris, Nicolás von Hontheim (1701-1790), más conocido por el seudónimo de Febronius. A lo largo de sus páginas no se limita sólo a defender abiertamente el derecho de los príncipes a intervenir en la organización externa de sus Iglesias, sino que llega a justificar todas las medidas adoptadas contra la curia romana, incluyendo la ruptura temporal de la obediencia a Roma cuando se trate de temas humanos. La desobediencia en este caso, dice, no es a la Sede, cosa condenable, sino a su ocupante. Además, sólo reconoce a la primacía del Papa un carácter honorífico y limita la infalibilidad al conjunto de la Iglesia. Por el tenor de las ideas contenidas, el libro fue incluido en el Índice al año siguiente de su publicación, lo que no impidió su difusión e influencia en toda Europa.

Los temas concretos del enfrentamiento Igiesia/Estado durante el siglo XVIII fueron los clásicos: nombramiento de obispos, independencia episcopal, cuestiones jurisdiccionales e inmunidades eclesiásticas. Atrapados entre su debilidad, las presiones de la curia y las de las monarquías, los sucesivos papas fueron cediendo a las reclamaciones de éstas en los concordatos que se firmaban. Nápoles obtuvo amplias concesiones de Benedicto XIV; Portugal lo hizo en 1740; Cerdeña, en 1741; España, en 1737 y 1753, etc. Dentro de los Estados, las medidas antieclesiásticas tuvieron un objetivo preferente en las riquezas e inmunidades del clero. Se redujeron sus privilegios fiscales; la administración de las sedes vacantes pasó a la Corona; las manos muertas se prohibieron en bastantes territorios: Baviera (1704, 1764), Francia (1749), Austria y Venecia (1767), Nápoles (1769-1772). Las órdenes monásticas no salieron mejor paradas. Su forma de vida no encajaba bien con el vitalismo y los valores triunfantes; sus ingresos y propiedades suscitaban muchas envidias. El resultado fue, en el mejor de los casos, su control por parte de las autoridades civiles (Calabria, España, Sicilia); en el peor, la supresión parcial o total de sus casas. Así, Luis XV de Francia, a instancias de la Comisión de Reforma creada al efecto, cerró en 1766 un total de 426 monasterios e incrementó la edad de los votos para ingresar en ellos. José II, por su parte, canceló 163 en los Países Bajos austríacos y en 1780 disolvió todas las congregaciones contemplativas de sus territorios, empleando los fondos que ello le reportó en la caridad, la educación, la creación de nuevas parroquias, etcétera. Sin embargo, aun dando un buen empleo a las riquezas monacales, los monarcas no pudieron evitar el impacto negativo de su política en las comunidades locales donde radicaban los conventos ni la enorme pérdida cultural que supuso la dispersión de sus ricas bibliotecas.

Asimismo, se privó a la Iglesia del control ejercido sobre la censura, que pasó a manos seculares; sobre la educación, donde su posición se vio muy debilitada tras la expulsión de los jesuitas, y sobre el matrimonio, terreno éste en el que algunas zonas de Europa llegaron a admitir el divorcio de los católicos y a dar idéntica validez a las uniones civiles.